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martes, diciembre 30, 2014

Después del nuevo CNE: ¿Votar? ¿Protesta insurreccional? ¿Hay alternativas? - Luis Vicente León


En un par de semanas maratónicas, entre Navidad y Año Nuevo, finalmente el gobierno logró renovar, por mayoría simple, el Consejo Nacional Electoral, la Fiscalía, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Supremo de Justicia en los cargos pendientes.

No me corresponde realizar el análisis jurídico de los métodos seguidos para esos nombramientos, pero es evidente que se han forzado las barras para evadir el espíritu de la Constitución, que plantea el requerimiento de seleccionar estos funcionarios por mayoría calificada del Parlamento, cosa que evidentemente no sucedió. Pero más allá de evaluar si las estrategias seguidas tienen o no basamento jurídico, lo que está claro es que nadie puede estar orgulloso de elegir las principales autoridades del país sin acuerdos políticos básicos, sin cumplir el espíritu de la Constitución, sin que haya balance de poder y, lo más importante, sin que esas instituciones hayan ganado independencia, credibilidad y objetividad, sino exactamente lo contrario.

Pero una cosa es que lamentemos que el país no logre tener instituciones independientes y otra totalmente distinta es que alguien se sorprenda con esto.

La sorpresa es que se sorprendan.

Si consideramos que el gobierno enfrenta su peor momento en términos de soporte popular; si entendemos que así tiene que navegar por aguas turbulentas en materia económica; si tomamos en cuenta que con ese entorno hostil tendrá que enfrentar las elecciones parlamentarias, entonces es fácil inferir que la estrategia dominante del gobierno sería mantener como fuera el control institucional que ya venían ejerciendo igual desde hace mucho tiempo.

No hay nada nuevo.

La idea de que se podrían lograr negociaciones para balancear el poder o, en todo caso, lograr nombramientos que no estuvieran sesgados y fuesen técnicos y profesionales, era, por decir lo menos, temeraria. Pasó lo que era previsible: el gobierno preserva su control y lo usará sin tapujos para intentar mantener el poder.

La gran pregunta es: ¿qué debe hacer la oposición ahora?

No es una situación fácil. Es evidente. La estrategia “exitosa” de control político que ha aplicado el gobierno agarra a la oposición en un momento de divisiones y conflictos internos. Es previsible que los grupos extremos utilicen esto para llamar a una lucha radical por la defensa de los derechos políticos y afirmen que la ruta democrática está acabada. Y los argumentos que usarán son conocidos, porque ya los han usado en el pasado: ¿para qué ir a una elección con un CNE sesgado?; ¿cuánto tiempo pasará antes de que el gobierno use a la Fiscalía para encerrar más adversarios?; ¿cómo ganarle un caso al gobierno en un TSJ que controla y hace años no falla nunca en su contra?; ¿cuánto tiempo más debe pasar para darse cuenta de que esto no es un democracia y que no saldrán por votos?

No voy a cuestionar el derecho que tiene cada quien de pensar como quiera, pero sí me gustaría retarlos con una frase que aprendí de mi padre margariteño: “Tengan o no tengan razón, ¿con qué se sienta la cucaracha?”

Los grupos que se desatan pidiendo “sangre” por Internet, quienes llenan Twitter con llamadas a la rebelión, esos que insultan a quienes buscan alternativas democráticas y electorales, pese a las condiciones adversas, y los llaman colaboracionistas, ¿qué es lo que ofrecen para lograr su objetivo?

¿Con cuál organización pretenden enfrentar por la fuerza al gobierno? 

¿Dónde están las masas que los acompañan en las calles? 

¿Dónde están los líderes rebeldes, yéndose abiertamente a la clandestinidad a dirigir esos grupos de combate? 

¿Son esos que ya no están en los medios diciendo que son políticos pacíficos pidiendo la renuncia de un Presidente que ya no renunció? 

¿Con cuáles recursos se financiarían esas revueltas armadas contra el gobierno despótico? 

¿Dónde están las armas con las que enfrentarán a un gobierno respaldado por el sector militar, entre otras cosas, porque está pragmáticamente interesado y teóricamente obligado a defenderlo?

No voy a responder estas preguntas porque estoy seguro que todos ustedes saben las respuestas y, por lo tanto, pueden inferir los resultados. No se trata ni siquiera de cuestionar la validez de los planteamientos radicales ni los sentimientos de frustración y rabia que los generan. Lo que cuestiono es el simple hecho de que ésa sea una opción de respaldo masivo, así como su viabilidad operativa.

En algunas oportunidades hemos criticado a la oposición por su incapacidad de capitalizar la frustración de la gente ante la crisis y el hecho de que sus peleas internas impidan consolidar un liderazgo sólido que los articule. Pero es importante entender que ése es un mensaje secundario. 

El mensaje principal para el país es que el chavismo ya no es mayoría, que la gente está cansada y busca cambios, que los electores están esperando propuestas alternativas y estarían dispuesto a votar en contra de quienes han sido incapaces de resolver sus problemas.

Pelear con el gobierno por la fuerza (cuando en eso él es el fuerte) y desechar el plano electoral (donde la oposición tiene sus mayores opciones) parece un contrasentido.

La protesta es un derecho y un deber cuando estamos ante la violación de un derecho. Incluso: la protesta ahora tiene más sentido que nunca, pero con el objetivo de convertirlo en energía para los procesos electorales, para fortalecer la democracia y para articular una mayoría. 

En coyunturas como ésta, se puede protestar por dos cosas: la primera es la pretensión infértil de sacar al gobierno; la segunda es presionar al gobierno a través de esa protesta y ponerlo en evidencia. 

Una protesta real es necesaria e incluso urgente porque aglutina el descontento y es capaz de sumar más simpatías, principalmente cuando el motivo de la protesta es algo que afecte a la mayor parte de la población. La protesta ayuda a articularse para un proceso electoral, no para sacar a un gobierno que está instalado en el poder. Eso no funciona aquí ni en ninguna otra parte, al menos no cuando la protesta no está pensada para enganchar al otro y convertirla en más apoyo popular. Ésa es la protesta que hace falta: no una ceguera radical que se encierra a sí misma en un callejón sin salida.

Hoy las instituciones son tan desequilibradas como las que había antes, pero ahora hay una gran diferencia: todo eso pasa en un país que no apoya ni al Presidente, ni al partido de gobierno ni al modelo económico que plantean.

¿Y es ahí cuando vamos a despreciar una elección? Justo cuando la brecha en contra del gobierno es gigante, ¿la propuesta es tirarse a un barranco abstencionista o radical, que en ninguno de los dos casos es posible ganar?

No estoy diciendo que esa batalla electoral será fácil ni que la oposición las ganará con seguridad. 

Lo que estoy diciendo es que entre un barranco radical (cantado al fracaso) y una alternativa electoral que tenderá a unificar a la oposición a pesar de ella misma (y que, en el peor escenario, obligaría al gobierno a aceptar una nueva situación de poder o a darle una patada a la mesa, si no quiere perder). Eso abriría una Caja de Pandora que cambiaría la realidad con la que ha gobernado estos años y lo haría infinitamente más inestable, tanto interna como externamente.

No me cabe la menor duda sobre cuál es la mejor apuesta. Y debo decir que, por primera vez en mucho tiempo, la mayoría de la población opositora e independiente está de acuerdo también con esa ruta electoral, como indican las encuestas.

¿Que qué haría yo? Lo que ha sacado a la mayoría de los gobiernos malos en todo el mundo: organizar a la gente que quiere cambios y luego votar a favor de esos cambios y estar dispuesto a defender ese voto.

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