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martes, septiembre 23, 2014

Apología de la maldad - Fernando Mires


El pensamiento es ejercicio relacional. Por lo mismo, suele suceder que entre dos hechos dispares pero ocurridos al unísono, aparezcan imprevistas cadenas asociativas. Lo pude comprobar cuando en la TV fueron dadas a conocer dos noticias, una detrás de la otra: la penúltima decapitación realizada por el EI y la elección de la serie Breaking Bad como la más popular de los últimos diez años. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Aparentemente nada. Nada con excepción de que en ambos casos vemos a través de la pantalla a la maldad en sus más radicales expresiones.

Ahí hay un problema. Nos guste o no, la representación de la maldad ejerce fascinación entre múltiples espectadores.

En el mundo islámico cientos de jóvenes se identifican con los cortadores de cabezas. Quizás la decapitación representa para ellos el triunfo biológico de una religión verdadera sobre una “falsa”. Puede ser también que las cabezas cortadas reactiven mitos arcaicos.

Mientras en el lejano pasado era practicada la castración, es decir, la extirpación de los órganos de reproducción, hoy es llevada a cabo la extracción del órgano del pensamiento: la cabeza. El odio al pensamiento occidental se transforma así en odio a las cabezas que lo producen. Sin intención de jugar con palabras, los decapitadores de EI estarían haciendo una transición que va desde la fase fálica a la ce-fálica.

Más difícil aún es explicar por qué miles de “civilizados” espectadores occidentales se sintieron tan fascinados por la maldad que destila la serie Breaking Bad. Aparte de los méritos cinematográficos y del innegable suspenso –no me perdí un solo capítulo- creo advertir que en no pocos existe una cierta identificación con Walter White, el héroe negativo del filme.

Entiéndase: no se trata de escenas de crueldad. En muchos otros thrillers hay espectáculos que superan lejos a las maldades de Breaking Bad. No obstante, en la mayoría de ellos nos identificamos con el bien, casi siempre representado por un sagaz inspector, llámese Columbo o Wallander. En Breaking Bad, en cambio, con excepción del último capítulo donde un leve triunfo del bien aparece metido casi a la fuerza, el objeto de identificación es un personaje radicalmente malvado.

Pero Walt –este es el punto- no siempre fue malo. El mal aparece en Walt como resultado de un proceso de auto-corrupción. No por casualidad el film se titula Breaking Bad. En versión libre: “ir corrompiéndose de a poco”. Walt en un comienzo era un tipo como “tú y yo” cuyos “dispositivos del mal” fueron siendo activados lentamente. El mensaje entonces es claro: “Todos podemos ser tan malos como Walt”. Es cosa de proponérselo.

¿No ocurre lo mismo con los decapitadores islámicos? Ninguna religión, la islámica tampoco, proclama literalmente el mal; todo lo contrario. Y sin embargo, cuando contemplamos a los malhechores podemos comprobar como el mal, en su más radical expresión, se ha apoderado de ellos. Quizás los decapitadores fueron en un comienzo simples creyentes, después soldados, más tarde terroristas, para terminar siendo lo que hoy son: exhibicionistas asesinos: ¿Un Breaking Bad colectivo?

La idea del mal como proceso corrosivo y no como “esencia”, ocupa también un lugar central en la moderna teología cristiana. Joseph Ratzinger en su libro “Dios y el Mundo” nos dice que el mal no es lo contrario del bien, sino una “ausencia de bien”. De acuerdo a dicha teología, el mal no está representado en el demonio como adversario épico de Dios, sino en un vacío de Dios en el ser. “Olvido de Dios” lo llama Ratzinger, siguiendo a Agustín. “Olvido de ser” llamó también Hannah Arendt a la maldad de los nazis. El demonio, así entendido, es la corrosión del ser: un Breaking Bad, pero no una criatura externa al bien.

El mal no viene desde fuera sino desde los vacíos del alma. Lo demoníaco (ausencia de bien) yace en nosotros mismos como una posibilidad entre otras. El mismo Hitler “no era un demonio, sino un ser endemoniado”, escribió Sartre. En sentido filosófico, un ser que lleva en sí al no-ser. En términos freudianos: un ser en el cual se ha impuesto “la pulsión de la muerte” por sobre el principio de la vida.

De acuerdo al último Freud, la muerte, al preceder y continuar a la vida, ejerce una atracción magnética sobre la materia orgánica. Eso significa que cada uno de nosotros es un escenario corporal de una cruenta guerra entre la vida y la muerte (a la cual pertenece el mal). No obstante, la muerte interior, proyectada hacia el espacio de “la muerte del otro”, emerge bajo formas aleatorias, revestida de bien.

No han sido pocas las veces en las cuales el mal radical nos es presentado como un medio para la realización del un fin superior a todo mal. Los crímenes cometidos en nombre de la patria, de la religión, de la raza, del socialismo y hasta de la democracia, son innumerables. Ahí reside justamente la fascinación que ejerce el mal. En ese mismo sentido los asesinos del EI fascinan a los jóvenes musulmanes no porque son asesinos sino porque matan en nombre de Dios.

No obstante, Walt pareciera contradecirnos. El personaje no es religioso ni moralista. Y sin embargo Walt, profesor de química con bajísimos ingresos, maltratado por la vida y el destino (cáncer pulmonar), producirá y traficará droga, mentirá y matará, hasta alcanzar el Éxito. ¿Y qué es el Éxito para él?: El Éxito es su dios supremo.

Walt White estaba dispuesto a todo en aras de su dios particular. En ese punto no se diferencia de los cortadores de cabezas. Las víctimas que deja Walt en su camino son ofrendas que deposita devotamente frente al altar del Éxito. Por eso, al situarse más allá de la moral y de las leyes, Walt ejerce indudable atracción entre quienes se sienten “perdedores” en la vida, entre los que creen ser “fracasados”, entre los que nunca han conocido la maligna divinidad del Éxito. Breaking Bad es una biblia pagana del capitalismo global.

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